16 de septiembre de 2015

Aparecidos.



Origen.

Hay un lugar reservado, pechado bajo dos llaves en sendas traspuertas, siempre a oscuras, siempre cerrado. Apiñados y escondidos residen viejos libros. Libros olvidados, tal vez obsoletos, ya demodé. Alguna vez los piden curiosos impertinentes de los que piensan que bajo llave se esconde algo misterioso, lo mejor, lo que sólo puede apreciar, los paladares exquisitos.
            Cuando se apagan las luces, con el postigo cerrado, siguen los libros presentes, mudos, repletos de palabras en los estantes, y el único sonido audible es el crujir de la madera en su constante contracción-dilatación. Sólo papel impreso, miles de líneas escritas. A pesar de las imaginaciones mas desbordadas sus páginas permanecen cerradas, desde sus ilustraciones no salen a pasear quimeras, entre los estantes no discurren cabalgadas guerreras ni penden desde el paño hasta el suelo los rubios y recios cabellos de una princesa de cuento. El servicio de vigilancia nunca detectó o informó  de luces, de sonidos, de ruedas chirriando, cruces de espadas o disparos a tutiplé. Cabe pensar que quisieran conservar el trabajo a que les tomasen por desvariados.
            No hay nada mágico en la soledad librera. Eso sí, las gentes que gustan de usar libros parecen transponerse a ciertos lugares inapropiados que en el fondo ellos mismos generan, lo denota esa mirada perdida, ese caer en trance de conspicuos lectores o de infantes refugiados de la lluvia. Una tendencia que aflora en el aficionado a leer, la de montarse sus propias películas.
            La historia verdadera no es muy truculenta, cómo iba a serlo si hablamos de una biblioteca. El caso es que se habla de una bibliotecaria, siempre enredada en el más allá, que tenía ciertas facultades, o eso se comentaba. Y un día, en el sosiego de una tarde de invierno, invitó a los presentes a una sesión donde compartir lo que ella sentía, hizo los preparativos, entre veladas sonrisas y cierto nerviosismo de los presentes. Acoplados al círculo mágico lo vieron todos los que allí estaban y duro menos de un segundo; tijeras que se abrían  solas desplazándose encima de la mesa sin que nadie las tocara, unos centímetros tan solo pero una distancia suficiente para dispérsales instantáneamente, tras un silencio y un mirarse atemorizados. Rápidamente, y sin mediar palabra, cada cual volvió a su sitio, nadie osó comentar nada; se reflejaba en los ojos los gestos de suficiencia. Un acto de valentía de cara a los demás que intentaba ocultar el miedo bajo la piel instalándose en su nueva casa, erizando la piel sin motivo, prestando atención a los crujidos del edificio, y el mirar de soslayo para eludir sorpresas.
            Pocos días después, con el ánimo aún desasosegado por la experiencia vivida surgió, la inexcusable necesidad de ir a por un libro a un lugar apartado, ajeno a la sesión aquella. Un libro de esos que algunos dicen antiguos, otros simplemente le dicen viejos, y que son de los que se apartan para consérvalos en un depósito escondido tras doble puerta, donde en ajados armarios de auténtica madera se ordenan ínclitos tomos tras los cristales de las vitrinas.
            Es el momento de recoger las llaves, cargar con ellas, por un largo pasillo flanqueado de estanterías, atravesar la sala para al final topar con la doble puerta con dos llaves. Con una llave la entrada principal, deja pasar un poco de luz, apenas un hilo, útil para abrir la segunda portezuela, la que está justo detrás de la principal. (Al abrir un tanto la puerta, el tenue hilo de luz permite vislumbrar el pequeño recibidor que da acceso a la siguiente estancia)
            Lo alucinante es que para llegar al umbral recóndito hay que encontrar la puerta detrás de la puerta.
             Descubierto el paso, a tientas se enciende el interruptor, tras el parpadeo irritante de los fluorescentes aparece ante la vista una estancia con vitrinas, y tras sus cristales, los libros.
             Armarios de ajada madera, desde el suelo al techo con puertas de madera al ras del suelo, y de vidrio, desde la altura de los ojos hasta el techo. Todas con llave que en realidad cumplen funciones de pomo. El cristal transparente los protege del polvo de años, los cuida, y a la par deja ver los títulos de los que ha tiempo fueron arrinconados: un "Mathemathische analyse des raumproblems"; unos principios "... mathématiques de la mécanique classique"; un tratado "... metódico de matemáticas elementales"... y así hasta el olvido.
            Y se recorren con la mirada los lomos de centenares de libros, con el regusto de ver estantes repletos, colmados.
            Lugar de inesperados sucesos.
            Cómo expresar lo que al principio es solo intranquilidad, desasosiego, notar como de a poquitos, la sensación de no estar solo cuando se sabe que ahí no hay nadie más. Con nerviosas manos se revisan los lomos de los libros hasta encontrar la signatura concreta, se coge el ejemplar... y al cerrar la vitrina... el reflejo borroso de una imagen de más.
             Tuvieron que volver dos valientes, los más escépticos, para apagar las luces y cerrar las puertas, ellos no vieron nada, es verdad, pero ya nada volvió a ser lo mismo.
            Desde entonces viven en silencio, con esa sensación: lo único que pueden hacer es ir acompañados para evitar la presencia de lo ausente. Tienen sumo cuidado de no pasar hasta que estén encendidas todas las luces del enrarecido ambiente.
            Algunos rezan para que no les toque ir a por los libros olvidados.
La habitación de los libros encerrados y tal vez, sólo tal vez, guarda no sólo libros, sino que también esconde lo indefinible: una torsión del tiempo en el espacio reducido de un depósito de Biblioteca.