10 de abril de 2015

Flautista


             La vi pasar taconeando la calle con vigor inusitado y quise seguirla para declarar mi admiración, no era el único, detrás de ella un nutrido grupo de varones caminaban decididos con idéntica intención, mirándose entre ellos con evidente malestar.  
Aunque nunca he tenido instinto gregario me sumé a la marcha de los que seguían a la hembra.
Marcaba un paso ligero que nos obligaba a trotar para no perderla, dejando en el camino un reguero de machos desilusionados presos de todo tipo de calambres arrastrándose patéticamente.
Los pilluelos nos jaleaban, animándonos hipócritamente, entre aspavientos para, al final entre burlas y veras unirse al desfile, marcha, procesión o como quiera definirse.
En esos momentos el dolor de bronquios me recordó todas las veces que intenté dejar de fumar, y miraba con envidia el paso alegre de algunos compañeros de marcha.
          Por más que aligerásemos no se acortaba la distancia que nos separaba de ella.
          Cuando me di cuenta que nos dirigíamos al muelle renacieron mis esperanzas de poder alcanzarla. Pensamiento ilusionado que vi reflejada en la cara de tantos.

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La noticia saltará a los medios más o menos de esta guisa:
 “Al principio unos cuanto hombres siguen a una mujer a cierta distancia, al llegar a la avenida es una marcha multitudinaria que interrumpe el tráfico rodado. A la manifestación se han unido los antidisturbios masculinos y los agentes de movilidad local. Las compañeras reclaman ayuda por radio, otras intentan interponerse infructuosamente. Hay estupor en la voz de los que gritan y una pregunta que se repite. ¿Adónde vas? ¡ Vuelve aquí ¡
Los niños lloran por sus papas alejándose.
Una extraña locura se apodera de los hombres. Las pocas mujeres en puestos directivos, en contacto con las secretarias, intentan tomar las riendas de la situación.
Hay una proclama general solicitando calma y trabajo para salir de la crisis, y un llamamiento a las emprendedoras para que se pongan en contacto con las autoridades locales.

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Llegan los primeros aromas desde el puerto cercano y eso me lleva a deducir nuevas posibilidades. El mar que se interpone en nuestro camino fue en el pasado la vía de los sueños. Tengo la sensación de participar en una gran aventura y comparto con mis compañeros la exaltación del momento. Soy un argonauta y desde el fondeadero embarcaré en la Nao de Jasón hacia el descubrimiento, hacia la conquista, tal vez a otros planetas. Otra dimensión.
En el muelle se resolverá todo. Ahora que lo pienso, el amarradero debe estar atestado de barcos para acoger a  tantos como vamos. Va a ser un espectáculo impresionante.

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Ella llega a la punta del espigón donde se detiene mirando al mar. Con un movimiento elegante se desprende de su ropa, sea lo que sea lo que lleve puesto, y desde su refulgente desnudez se zambulle al agua. Tras una duda inicial se produce una desbandada general de hombres enardecidos saltando en pos de ella.
Y saltan de cabeza, de pie, de cualquier manera, algunos frenéticos, otros con aparente dignidad, algunos empero caen atropellados, empujados por los que vienen detrás. Todo un reguero de hombres se extiende desde el malecón hasta la bocana del puerto. Les ves alejarse, nadando tras ella  los más atléticos. Los más sebosos van hundiéndose junto a los enfermizos, compartiendo unos últimos ahogos.
Tal era la multitud que el siguiente que saltaba caía sobre los cuerpos de los anteriores. De alguna manera se incrementó la plataforma y los siguientes caminábamos sobre los cuerpos rotos de nuestros antecesores, y seguíamos arrastrándonos hasta alcanzar el agua para entonces nadar.
La natación es un trabajo fatigoso cuando se realiza con inquietud y en ropa de calle.
El triste espectáculo del cansancio va dejando en el agua burbujas de los ahogados y su pelea por salir a flote; ceden la marcha un instante pero quieren continuar sin fuerzas y por esto se hunden y vuelven a salir en vanos intentos hasta que rendidos dejan cómo única muestra de su paso una burbuja efímera.
Incansables nadadores siguen la estela cada vez más lejana.
El cansancio me ralentiza. Se suman los primeros calambres. El dolor me mantiene consciente mientras me hundo.
A mi lado las horrorizadas caras de otros hombres. Conscientes de la cercanía de la muerte al tragar un agua que entra con dolor en los pulmones hundiéndonos más deprisa.
Empiezo a ver esas lucecitas blancas. Y me pregunto qué me pasó, qué me llevó a seguir enardecido a la mujer. Hechizado, magnetizado, no sé. 
Y me resulta inconcebible.
Soy homosexual.



FIN DE LA SIRENA DE HAMELIN