Esta mañana muy tempranito salí de la cama muy despacito. Aparte de la oscuridad reinante distinguíase una espesa niebla, tan densa, que
mi vista no alcanzaba más de los dos metros, con gafas. Me quise asegurar que
el fenómeno no fuese sólo producto de la oscuridad de la noche o del propio
invierno, para ello pergeñé un plan de medidas tendente a la exacta medición de
la distancia a la que la vista se nubla, no alcanzando más allá.
Primero barajé la posibilidad de esperar a la luz diurna o,
por el contrario, hacer la medición en ese momento en el que todavía no ha
amanecido, cuando es de noche y la luz no nos alcanza.
Pensé: si no ha amanecido es que es de noche, conclusión
por otro lado inevitable. Así que después de algunas abluciones matinales,
tampoco muchas, y después de cubrir mi cuerpo serrano con las telas
correspondientes al crudo invierno, después de vigorizar mi cuerpo con la
ingesta de algún sustento. Después de eso, pues nada. Había amanecido, le había
dado tiempo a salir el sol y levantar la niebla.
Alicaído cejé en mi empeño y creí conveniente dejarlo para
otro día, cuando los hados fuesen favorables o cuando mi intelecto ingeniase un
mecanismo de medición adecuado al problema y entonces desentrañase el misterio
que esta mañana me había desazonado.