30 de septiembre de 2009

ENFRENTE DE LA PLAYA.



Te cuento.
Una vez en la playa, en pleno verano, canícula, con un sol de justicia. Distraía mi ocio observando la calidad de tantos cuerpos semidesnudos. Cuero viejo. Alguna piel nueva.
Una señora con niño embadurna concienzudamente a su crío. Toalla, silla, sombrilla. La señora divertida, aplaude las gracias de su niño en la orilla.
Un sorprendente ruido recorre la playa, todo el mundo mira extrañado a derecha e izquierda. Un súbito silencio tras el rugido.
Un niño rompe a llorar. Es la señal para que vuelva el barullo, esta vez más alto, más fuerte, más sonoro. Estrépito al sol.
Extrañeza en unos rostros, otros, claramente visitados por el miedo, recogen apresurados toalla y sombrilla.
¿Qué habrá sido eso?
Mucha gente. El efecto dominó les lleva a ausentarse de la playa. No hay miedo visible.
¿NO?
Una inquietante presencia de ánimo envuelve a esas personas ausentándose de la playa. Reparo, prudencia, tal vez temor. Sus huecos, empero, son inmediatamente ocupados por los despreocupados turistas que siempre fluyen, invadiendo la interminable playa.
En un país meridional, en pleno verano, cuando la calor nos acerca al mar.
Tranquilamente el agua se retira. Y numerosos bañistas a remojo se encuentran en breve lapso de tiempo, privados del agua marina que antes les circundaba. Me fijo en un hecho curioso, no sólo los bañistas se han quedado en seco, un pez de esos que habitan cercanos a las costa, da coletazos sobre la arena, es presumible que se ahogue, ese y los congéneres del entorno, tampoco es que sean muchos. Abundan eso sí, los cangrejos y las estrellas de mar, también esos otros especímenes de los que tanto proliferan por las rocas playeras. Erizos. Babosas de mar. Crustáceos, muchos crustáceos.
Se ve el desconcierto en los rostros de los turistas. Y un camarero con bandeja en ristre, se encuentra parado, atónito.
Hay una ligera vibración en el aire, apenas perceptible, una ligera onda aviva el vuelo de los pájaros de la zona, tornándolos huidizos.
El mar vuelve.
A lo grande.
Y pasa por encima, muy por encima de tanta gente. Va el agua cubriéndolo todo. Hasta los cuatro pisos del hotel.
Por un momento todo pasa a ser parte del mundo submarino. Una mesa se desplaza grácilmente en su nuevo medio, a su lado una expendedora de refrescos. Van intercambiando posiciones.
Empiezo a fijarme en el extraño desfile.
Esa es una barca de pesca. Submarina. Vacía.
Un coche. Submarino.
Veo toda clase de frutas submarinas abandonando el puesto que hay al final de la playa.
Por ahí viene el susodicho puesto. Submarino.
Eso otro parece un cuerpo. Submarino.
Está todo revuelto y cada vez mas objetos, inanimados ya, transitan por el mar que lo invade todo.
Una barca de recreo. Submarina, alucinadamente inclinada viene derecha hacía mí, hacía el ojo de buey de la cámara hiperbárica en la que me metieron ayer.
El choque lo pone todo patas arriba y una grieta aparece en el fuselaje. Flotamos en el agua, pero aquí dentro, cambiar de posición continuamente, es muy irritante. He perdido un gran campo de visión, maridado como voy con la barca de recreo.
Por la grieta rezuma sin pausa el agua de mar. En nuestro camino se interpone un tejado submarino, inevitablemente, el roce produce otra grieta en el improvisado batiscafo donde me guarezco.
Sospecho que tanta agua no traerá nada bueno.
Me refiero al agua que cada vez en mayor medida entra en mi recinto.